El imperio de la ley
La
democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás.
Winston
Churchil.
En la
historia de la humanidad, las primeras organizaciones sociales se construyeron con
una visión utilitarista, por lo cual, los liderazgos se manifestaron en torno a
las características personales de quienes se ganaron el derecho a mandar, por
el simple hecho de ser físicamente más fuertes; o bien por su destreza en la
caza o agricultura.
De tal
manera, quienes integraron las primeras sociedades, buscaron su propio beneficio,
y se aglutinaron en torno a quien o quienes, consideraban podían garantizar su
seguridad y bienestar; reconociéndoles como consecuencia, el derecho a decidir
y mandar en el seno de sus comunidades.
Cuando
las primeras comunidades empezaron a prosperar, no faltaron los oportunistas
que, siendo incapaces de generar riqueza y prosperidad, se organizaron en
bandas de forajidos para robarles y
avasallarlas.
Esa
nueva realidad, generó nuevas necesidades, como la de formar ejércitos privados,
y con ello vino el problema de contar con recursos para su sostenimiento. Luego
vinieron los impuestos.
La
cosa se fue tornando más compleja, pues una vez que los forajidos les enseñaron el camino, esas primeras comunidades aprendieron
rápidamente a usar sus ejércitos para
avasallar a comunidades vecinas cuando los recursos escaseaban.
Entonces,
olvidaron la razón que los determinó a juntarse
en un principio, y se convencieron de que el derecho a mandar correspondía
invariablemente a quienes eran más fuertes; sobra decir que ese paradigma
provocó un verdadero desmadre.
¿Cómo se arregló el desorden?
En un
momento, algunos visionarios advirtieron que esa forma de coexistencia generaba
condiciones cada vez más precarias, por lo que se hizo necesario unificar esas
organizaciones bajo una visión común.
Así,
en Mesoamérica, dicen que Tlacaélel, se propuso consolidar la hegemonía del
imperio Azteca, para lo cual, convenció a Izcóatl de la necesidad de escribir
la versión oficial de su historia.
Para
ello, dispuso la destrucción de todos los códices existentes, para ser
sustituidos por unos nuevos, elaborados conforme al mito con el que se aseguró
de ubicar al pueblo Azteca en posición preponderante sobre los demás reinos
asentados en territorio Mesoamericano.
Contó
a todos que el pueblo Azteca salió un buen día de Aztlán guiado por el dios
Hutzilopochtli en busca de la tierra
prometida, en la que habrían de fundar la gran Tenochtitlán. La señal para
identificar el lugar indicado todos la conocemos, hasta la fecha el mito se reproduce
en nuestra bandera nacional.
De esa
manera, mediante ese relato fantástico, Tlacaelel convenció a propios y
extraños de que su pueblo, fue elegido por dios
para gobernar sobre todas las naciones.
En
otras latitudes, se elaboraron mitos similares para justificar el derecho de mandar de una persona
sobre otras, bajo la idea de que Dios
por su gracia, delegó a sólo unos cuantos, la prerrogativa de gobernar sobre grandes
extensiones de tierra, aprovechar sus riquezas e incluso disponer de la vida de
las personas que se hallaran en ellas.
De tal
manera, en Europa se instauraron monarquías absolutistas en las que por derecho divino el monarca ejercía por sí
mismo las funciones relativas a la administración del reino (ejecutiva), de
expedir leyes (legislativa) así como de impartir justicia (judicial);
necesarias para la preservación del orden y asegurar la viabilidad del reino.
Sin
embargo, la concentración de poder en una sola persona, propició que se
cometieran un sin número de abusos en perjuicio de la población, la cual estaba
a merced de la gracia del monarca.
En ese
arreglo, la preservación de la vida, libertad y patrimonio dependían de los humores del rey, o del acomodo de las
intrigas palaciegas, pues en la historia de la humanidad nunca ha faltado un
lambiscón que obnubile la voluntad del mandamás.
¿La ley del garrote o el mandato divino?
Es
evidente que la fuente de legitimación sobre la base de la fuerza material no
es suficiente para justificar la dominación de unos cuantos sobre los muchos, o
por lo menos no resulta racional; y mucho menos la de un supuesto mandato divino.
Al no
encontrar una justificación racional del orden existente en la Inglaterra del
Siglo XVII, John Locke, publicó sus “Dos tratados sobre el gobierno civil”, en
los que propuso por primera vez, que el ejercicio del poder público se
organizara como una forma de gobierno popular, basado en el reconocimiento de
los derechos naturales de las
personas y la idea del contrato social expuesta por Rousseau.
Por
otra parte, para evitar la corrupción política de siempre, propuso que el
ejercicio del poder debía dividirse en Legislativo, Ejecutivo y Federativo, de
los cuales, el primero era el más importante pues era elegido por el pueblo;
mientras que el ejecutivo sería elegido y llamado a cuentas por el Legislativo.
Un
siglo más tarde, Montesquieu publicó El Espíritu de las Leyes; retomó y
perfeccionó las ideas de Locke, y planteó en síntesis que el ejercicio de las
funciones ejecutiva, legislativa y judicial no deben concentrarse en una misma
persona o corporación; pues al encomendarse su ejercicio a órganos diversos se
asegura que el ejercicio del poder
público sea limitado por el propio poder público.
De esa
manera, la división de poderes asegura que el ejercicio del poder público se
realice con estricto apego al mandato constitucional, a la ley; y en beneficio
del pueblo.
El
cambio de paradigma no fue menor, pues implicó trasladar la fuente de legitimación
para gobernar de la fuerza bruta y el mandato divino, al imperio de la ley; de
tal manera que todos los implicados –gobernantes, representantes, jueces y el
pueblo- están sujetos invariablemente al cumplimiento de la ley.
La
idea básica es que "el poder límite al poder", de tal manera que el
legislativo cumple la función de controlar (frenar) a los poderes ejecutivo y
judicial; y a su vez, el judicial actúa como freno del ejecutivo y legislativo.
Este
arreglo institucional permite que cuando alguno de los poderes extralimita sus
atribuciones, otro de los poderes, a través de los mecanismos establecidos en
la ley, restablezca el orden constitucional.
Para
que ello ocurra es necesario que tanto legislativo y judicial funcionen
adecuadamente y de manera independiente.
Sin
embargo, cuando los poderes legislativo o judicial actúan en concierto con el
ejecutivo, entonces no hay control alguno, no hay freno.
El mito de la soberanía popular
Así
como ocurrió con el mito de Aztlán, tanto las ideas de contrato social y soberanía
popular planteadas por Rosseau, corresponden a una entelequia para
justificar el ejercicio del poder público basado en el imperio de la ley y el
respeto de los derechos naturales de
las personas.
No
existe tal cosa como la soberanía popular¸
pues por definición, ser soberano, implica estar por encima de; la capacidad de
imponer la voluntad a otro; hacer que otra persona modifique su conducta, aun
en contra de su voluntad.
Es
evidente que el pueblo no se encuentra por encima de nada ni de nadie, no
manda; de tal manera, no se ubica en la cúspide, sino en la base organizativa del
Estado.
Siguiendo
a Locke, más allá de su función sociológica, el mito de la soberanía popular consiste
en la idea fundamental de que todo ejercicio del poder público debe organizarse
de manera tal, que se asegure a las personas la protección de sus derechos
humanos.
Desde
esa perspectiva, el pueblo constituye el núcleo de las organizaciones políticas
y del orden constitucional; por lo que cada una de las bases, principios y
reglas que se establecen en la Constitución, están dados con la finalidad de asegurar
su protección.
Como
una cebolla, cada una de las capas institucionales que se establecen en el
orden constitucional, encuentran su justificación en la disposición de asegurar
la mayor protección a los derechos humanos; hoy en nuestro país se están
removiendo esas capas, y se corre el riesgo de dejar desprovisto al núcleo,
dejando expuesto al pueblo a la voluntad de quien hoy tiene el privilegio de mandar. Tal y como
ocurría en las eras de la ley del garrote o del mandato divino.
Gilberto
Salazar
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