¿Por qué es tan difícil ser juez?
Continuando con el debate en torno a la polémica reforma al Poder Judicial de la Federación (y de los locales), que plantea esencialmente la designación de jueces mediante voto popular, considero pertinente realizar algunas reflexiones sobre el ejercicio de la judicatura.
El quehacer
jurisdiccional supone básicamente dos dificultades esenciales: una de acceso y
otra de ejercicio.
La
primera está determinada por las condiciones establecidas en la Constitución y
la ley para que los profesionales del derecho interesados en ejercer la noble,
e ingrata función de juez, accedan a su ejercicio; las cuales, permiten, pero
dificultan a unos su acceso; y a otros, francamente les obsequia esa
posibilidad.
La
dificultad de ejercicio, corresponde a los retos que plantea día a día juzgar
los hechos que son sometidos a su jurisdicción, así como decidir a quién asiste
el derecho (¿la razón?) en cada caso; y que por lógica, al tratarse de la
solución de una controversia, dejara insatisfecha a una de las partes en pleito,
y conforme a quien obtiene sentencia favorable.
En
todo caso, el vencido cuenta con los medios de impugnación, justo para que un
tribunal superior, revise la regularidad de lo que decidió el juez de primera
instancia; y en su caso, confirmar, modificar o revocar la sentencia.
¿Qué se requiere para ser juez?
En la
primera dimensión problemática, se requiere cumplir con los requisitos
establecidos en la Constitución y la Ley, y otra
cosita.
En la
segunda dimensión, se requiere una sólida formación profesional, actualización
constante, experiencia en el ejercicio de la función, y quizá más importante:
experiencia de vida.
Así,
es claro que cualquier persona puede ser juez; pero no cualquiera puede ser un
buen juez. Pero eso es cuento aparte.
En
efecto, es muy difícil ser juez, pues aunque formalmente, cualquier persona que
cumpla con los requisitos de ley, potencialmente puede ser nombrado como tal,
la realidad es que la designación de jueces está sujeta a una serie de
condiciones materiales, que suponen una barrera insuperable para la gran
mayoría; una escalera medianamente segura para algunos, y un pase exprés para solo
unos cuantos.
Así
es, previo a la reforma constitucional del 15 de septiembre pasado, para ser
juez constitucional, de esos que despachan en la Suprema Corte de Justicia de
la Nación, se requería además de contar con una calidad personal específica[1], estar en la lista VIP (terna) que el titular del Poder Ejecutivo, enviaba al Senado de la
Republica para que, de entre esas tres personas propuestas, éste lo designara
por votación calificada[2].
Entonces,
el requisito que en realidad contaba para ser designado como ministro de la
Corte, era gozar de todo el afecto y consideración del titular del Poder
Ejecutivo, y de esa manera, ser favorecido con la propuesta para ser designado.
Así
es, pues el propio artículo 95 de la Constitución, antes de la reforma señalaba
que, los nombramientos de ministros, deberían recaer, preferentemente, en “aquellas
personas que hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la
impartición de justicia”; por tanto, no era obligado contar con experiencia
en el ejercicio de la función jurisdiccional, sino que lo relevante era contar
con el favor del presidente en turno.
Así,
en el pasado, se lograron colar personajes ajenos al ejercicio de la función
jurisdiccional y no obstante ello, fueron favorecidos con la designación como
ministros de la Suprema Corte, tales como: Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, José
Ramón Cossío Díaz, Olga María del Carmen Sánchez Cordero Dávila, José Fernando
Franco González Salas, Arturo Saldívar Lelo de Larrea y Eduardo Tomás
Medina-Mora Icaza.
Más
recientemente, y de manera inédita por la forma en que se produjo su
designación, se integró al máximo tribunal del país, la ministra Lenia Batres
Guadarrama.
Después
de la reforma, la situación no es muy diferente, pues conforme al artículo 96
de la Constitución Federal reformado, los ministros de la Corte serán electos
por voto popular, de entre las personas que sean propuestas en las nuevas
listas VIP, que al efecto integren
los poderes de la Unión (Ejecutivo, Legislativo y Judicial).
La
diferencia, antes los favorecidos eran electos por el voto de los integrantes
del Senado de la Republica, ahora, serán electos por la ciudadanía, no
obstante, la propuesta sigue dependiendo de una persona, o de un grupo cerrado
de personas.
De tal
manera, la elección de ministros, magistrados y jueces no será una elección
directa; sino que se trata más bien un ejercicio plebiscitario, en el que se
convocará a la ciudadanía a ratificar una decisión previamente tomada por
quienes habrán de integrar las listas de candidaturas.
Así
que, para estar en la lista del Poder Ejecutivo será menester estar en el buen
ánimo de la presidencia de la República; para aparecer en la del legislativo,
se debe contar con el apoyo de la coalición dominante; y pues lo mismo para la
del Poder Judicial de la Federación. ¡Es la misma gata, pero revolcada!
La
moraleja del asunto es que a la democracia mexicana le queda largo trecho por
recorrer antes de llegar a consolidarse algún día; pues como fue, y sigue
siendo, la coalición dominante en el gobierno y en las cámaras del Congreso de
la Unión, tiene la atribución para modificar las reglas del juego y ajustar el
diseño institucional conforme a su propio proyecto de nación, aunque eso
signifique, como ha sido y no debiera de ser, lesionar el derecho de las
minorías.
Así
que la cuestión es dejar de cuestionar el ¿cómo?, y empezar a preguntarnos y
reflexionar sobre el ¿quiénes?, pues ya vimos que el arreglo institucional
posibilita que “cualquiera”, pero no cualquier cualquiera, pueda ser designado
ministro de la Corte.
La
verdadera cuestión es: ¿Cómo asegurar con el mayor grado de predictibilidad que
quienes sean designados como jueces, sean buenos jueces?
Gilberto
Salazar
[1]
Conforme al artículo 95 de la Constitución Federal, previo a la reforma se requería: ser ciudadano mexicano por
nacimiento; tener al menos 35 años de edad; contar con título profesional de
licenciado en derecho con una antigüedad mínima de 10 años; gozar de buena
reputación y no haber sido condenado por delito cometido con dolo; haber
residido en el País durante os dos años anteriores a la designación y no haber
sido Secretario de Despacho en el gobierno federal en los dos años anteriores a
la designación.
[2]
Artículo 96 de la Constitución Federal, vigente hasta el 14 de septiembre de
2024.
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