Un buen ciudadano.


Gilberto Salazar.

Por más interpretaciones que cada quien dé a la realidad, los hechos están ahí: asépticos, terribles; cada día ocurren hechos espantosos que nos afectan por igual sin importar nuestro color de piel, credo, estatus social, preferencia sexual o ideológica.

¡Nos están matando! Es la voz de grupos de mujeres que desde la sociedad civil se han organizado, reclamando nada más que lo mínimo que cualquier Estado debería garantizar a la ciudadanía: Seguridad. Seguridad para poder como antes, salir por la mañana al trabajo o a la escuela y tener la certeza que se regresará con bien a casa.

El despiadado e inhumano feminicidio de Ingrid Escamilla fijó la atención nacional sobre la necesidad de implementar acciones inmediatas para detener la espiral de violencia focalizada en contra de las mujeres; y desde luego, de implementar políticas públicas para prevenir toda forma de violencia en su contra, y en suma, insertar a la población en general en un paradigma de respeto, igualdad e inclusión social.

La respuesta de quien tiene encomendada la administración del Estado en el morning show del 11 de febrero pasado, fue por decir lo menos, muy desafortunada:

“… la información se ha manipulado, me van a voltear el sentido de esta conferencia, pues no me gusta eso, no quiero que los feminicidios opaquen la rifa, es distorsión e información falsa.”

¿Qué esperanza se puede tener? Si quien dirige el destino del País no es capaz de modificar su script ante un hecho tan grave.

Ese penoso episodio me recordó el inicio del cuento de “La isla desconocida” de José Saramago, en el que “el Rey” siempre estaba ocupado atendiendo los asuntos de su interés; y por exclusión, lo que no le importaba, lo encomendaba a alguien más. Para quienes no conocen el relato, los invito a revisarlo, es muy breve y entretenido; no obstante para explicarme mejor, considero oportuno compartir su primer párrafo:

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

El relato constituye una alegórica referencia a la audacia de Cristóbal Colón, quien se atrevió a pedir a la Corona española –sin tener más aval que el sueño de descubrir una mejor ruta hacia  “las indias”– una flota naval para su aventura; pero eso es otra historia.

De vuelta al punto; lo relevante aquí es que la pragmática de “las puertas” que retrata Saramago, evidencia la disposición de algunos jefes de Estado para realizar su encomienda; también permite distinguir dos roles respecto a la disposición del pueblo: el de los súbditos en oposición al ejercicio de la ciudadanía.

Un súbdito es por lo general sumiso, obediente y agradecido; sin importar qué, acepta sin cuestionar lo que “Su Gracia” decide o alcanza a darle. Lo mismo ocurre cuando es privado de un bien o servicio; no obstante, para evitar cualquier menoscabo a lo que recibe, e incluso para procurar obtener más de “Su Gracia”, no tiene empacho en apurarse a aplaudir cualquier acto, manifestación y hasta las ocurrencias del Jerarca.

La ciudadanía se conduce de manera distinta. El ejercicio de la ciudadanía supone el conocimiento de sus derechos, y en esa virtud, al tener la plena conciencia de que el Poder público proviene del pueblo, que en ejercicio de esa soberanía, mediante el voto decide a quién o quiénes encomendar la administración del País; como se espera de cualquier patrón, exige cuentas al responsable de la administración de sus negocios; incluso, no repara en dar un manotazo cuando su mandatario se distrae y deja de cumplir con su encomienda.

En casa tenemos ejemplo de un buen ciudadano. Les cuento:

El Benjamín de mis hijos tiene una virtud: es muy persistente. Hay ocasiones en que mi esposa o yo mismo, le ofrecemos algo para el futuro, olvidando además que tiene memoria de elefante, y si por descuido olvidamos la promesa realizada; ¡Que Dios nos agarre confesados!, porque él se encarga desde muy temprana hora y a cada momento, de recordarnos hacer aquello que prometimos hacer y no hemos realizado, y así, literalmente, tal cual y como lo retrata el spot que lanzó el gobierno de México en diciembre de 2019 para anunciar los avances del programa para la afiliación de las trabajadoras del hogar al IMSSS; mi Benjamín está friegue, y friegue, y friegue, y friegue… y friegue, hasta que por fin logra lo que se propone.

Así deben actuar las y los ciudadanos, sin olvidarse de lo que les fue prometido en campaña, pero más importante, recordando, insistiendo y exigiendo sin cesar, como “cuchillito de palo”, hasta que se cumplan los compromisos adquiridos; y en esa virtud, se vale incluso que se encabronen, así, como se encabrona el Benjamín cuando de plano ve que no hacemos caso a sus peticiones: recuerdo alguno de esos episodios y se me enchina la piel: ¡Tú me lo prometiste!

Por eso me parece muy ilustrativo el spot que les comento, porque retrata todo lo que como sociedad deberíamos de ser; su narrativa es muy elocuente: primero se hace visible la labor de las trabajadoras domésticas, después quienes por fin las logran ver, primero mujeres y después hombres, se insertan en un ejercicio de sororidad, empatía y solidaridad.

Para quienes no conocen el spot del que les hablo, aquí se los comparto para que lo vean y puedan analizar.





Hago votos porque como sociedad seamos capaces de replicar un ejercicio como el que retrata el video; y que uno a uno, podamos solidarizarnos con las causas de los demás, para construir un País mejor, para nosotros, para nuestros hijos; ¡Por el bien de todos!

Sin embargo, para que eso ocurra se requiere que existan ciudadanas y ciudadanos valientes, que como en el spot, como mi Benjamín; estén friegue y friegue hasta lograr transformar su realidad.

¡Me gustaría ser más como él!

¿A ustedes no?

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