Brújula descompuesta.


Gilberto Salazar

Es un lugar común considerar la regla de la mayoría como uno de los elementos fundamentales de la democracia; sin embargo tal criterio no constituye una condicionante absoluta que determine el carácter democrático una acción o decisión de poder.

Esto es así en razón que toda decisión que trascienda a los derechos de la colectividad y de las personas en lo particular, requiere además de la aprobación mayoritaria, que el contenido o sentido material de la misma, sea congruente con los principios fundamentales que dotan de coherencia al sistema normativo y que se encuentran reconocidos, explícita o implícitamente, en la Constitución. Tal es el caso de los derechos humanos que incluso son de observancia universal.

Cuando una decisión o acción pública que no obstante es sustentada por la regla de la mayoría, es contraria a tales principios o valores fundamentales; a pesar de ser legítima desde el punto de vista formal, carece de validez material.

Para clarificar lo anterior, viene bien citar el ejemplo de “publicidad imaginaria” que refiere Umberto Eco en su artículo “El lobo y el cordero. Retórica de la prevaricación”[i] (Eco, 2007) como ejemplo de discurso persuasivo carente de sentido material:

“¡Coman mierda, millones de moscas no pueden equivocarse!”

Es evidente que la regla de mayoría a que hace referencia la afirmación anterior es insuficiente para dotarla de validez material.



Otro criterio que recurrentemente se cita para legitimar una decisión o acción de poder, es el principio legalidad; entendido éste como la observancia de las reglas: a) De autoridad competente, y b) La de observancia al procedimiento previsto en la ley para producir el acto.

Sin embargo, dicho criterio si bien es vital en todo Estado democrático de derecho, tampoco es absoluto ni resulta determinante por sí mismo para establecer la validez material de una decisión o acto de autoridad.

Quien no conoce su historia está condenado a repetirla.

En la historia de la humanidad, no hace mucho tiempo que se agotó el criterio de validez formal de la ley que impulsó el positivismo jurídico desde principios del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX.

Bajo ese paradigma de pensamiento se consideraba que lo que determinaba la validez de una ley era, que en su producción se cumplieran básicamente dos condiciones:

  •       Que fuera emitida por órgano o autoridad competente conforme a la ley.
  •     Que su producción se realizara conforme al procedimiento establecido en la ley.


Fue así que el Reichstag[1], siendo el órgano competente conforme a la Constitución de Weimar para expedir las leyes en la Alemania de los años 30 del siglo pasado;  cumpliendo la regla de mayoría, en ejercicio de sus facultades y observando el procedimiento previsto en la ley, aprobó la Ley para el remedio de las necesidades del pueblo y del Estado [2].

Dicha “Ley habilitante”[3] aprobada el 24 de marzo de 1933 determinó “legalmente” la abolición de poderes, por lo que se disolvió el Parlamento Alemán y se convocó a elecciones bajo las nuevas reglas que concentraban el ejercicio del poder público en la figura del Canciller, quien en uso de las facultades “legales” que le confirió dicha ley, se erigió como plenipotenciario capaz de promulgar leyes de manera autónoma y sin la necesidad de ser sancionadas por el parlamento. La norma que facultó al Canciller para ejercer la función legislativa rezaba:

Las leyes del Reich pueden, además de en la forma prevista por la Constitución del Reich, ser aprobadas también por el Gobierno del Reich.”
¡Hasta parece que la redactó Juan Vargas! el Presidente municipal de San Pedro de los Aguaros, en la película “La Ley de Herodes”[4]

Tal disposición legal, desde luego determinó la sobre actuación del Canciller, quien en ejercicio de sus facultades “legales”, el 14 de junio de 1933 promulgó la “Ley para la prevención de patologías hereditarias” que impuso la esterilización de las personas con padecimientos “indeseables” para la pretendida consolidación de una nación racialmente superior.

La aprobación de la conocida ley de plenos poderes, pronto degeneró en la anulación de los derechos humanos de grupos “minoritarios”; la invasión de Polonia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Francia y Yugoslavia, entre otros países; y el Holocausto que cobró la vida de millones de personas.

Durante los juicios de Nüremberg que se realizaron al término de la segunda guerra mundial, se puso en evidencia que las autoridades civiles y militares consideradas como criminales de guerra, estaban convencidos de haber actuado correctamente, pues todas las atrocidades cometidas durante la guerra se realizaron bajo el amparo de la Constitución y la ley vigente en la Alemania Nazi; la cual desde luego había sido emitida en estricta observancia de los criterios referidos: a) Competencia del emisor; b) Mediante el procedimiento previsto en la Constitución y la Ley; y c) Fueron aprobadas por una mayoría (directa o indirectamente).

Lo ocurrido en la Alemania Nazi reveló que el criterio de validez formal de la ley debía abandonarse, para lo cual se retomó la noción del imperativo categórico planeado por Immanuel Kant, quien sostenía un siglo atrás que la validez de la Ley está determinada por una regla de contenido mínimo de naturaleza universal.

De esta manera, ese imperativo categórico se erige como una especie de estrella cardinal, que orienta la producción normativa a efecto que el contenido de las leyes apunte o se aproxime a esa regla máxima de carácter universal, cuya virtud es incuestionable precisamente por tratarse de una máxima de contenido moral supremo.

Por tanto, la brújula de los legisladores debe apuntar hacia esa regla de carácter superior y universal.

Fue así, que surgió el paradigma de respeto a los Derechos Humanos, como la integración de los principios supremos de observancia obligatoria que deben respetar y articular los estados democráticos en favor de las personas.

De la validez formal a la validez material de la Ley.

De la exposición anterior resulta claro advertir que actualmente los Estados Democráticos de Derecho se construyen bajo el paradigma de validez material de la Ley, que determina que las leyes que emitan los órganos legislativos deben ser congruentes con los principios y valores fundamentales reconocidos en el orden constitucional, así como los que integra el Sistema Universal de Derechos Humanos.

No obstante, parece que el “nuevo” régimen ignora que la validez de una ley no está determinada exclusivamente al cumplimiento de las formalidades para su producción; sino que se requiere necesariamente que su contenido, y en general de todo acto de poder público, sea congruente con los valores y principios que integra la Constitución y los tratados internacionales en materia de Derechos Humanos.

De ello da cuenta la desafortunada expresión de la Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero que convalidó lo que mediáticamente se conoce como “Ley Bonilla” –que modificó el periodo de mandato de la gubernatura de Baja California de 2 a 5 años después de haberse celebrado la elección- así, la ex ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se congratuló al decir al gobernador electo: “Ahorita acabo de hacer una declaración importante, me dijeron ´¿Es legal por cinco años?´, dije que es legal porque la norma está vigente”.

Es preocupante que alguien que actuó como ministra del máximo Tribunal del País exhiba una visión tan corta del Estado de Derecho.

Más preocupante aún resulta la pretensión del “nuevo” régimen de modificar las reglas para la dirección del Instituto Nacional Electoral de manera retroactiva, a través de la pretendida rotación de la presidencia de su Consejo General cada tres años, a partir de ya, y a pesar de que el actual presidente del Consejo General fue designado por nueve años y su nombramiento concluye el 2 de abril de 2023.

A pesar de que mediáticamente se plantea que la defensa que vehemente realiza Lorenzo Córdova Vianello para oponerse a la iniciativa de reforma, está motivada por un interés personal y por su miedo de “perder el hueso”; la realidad es que la reforma constitucional pretendida lesiona gravemente los principios de independencia y autonomía que debe revestir el funcionamiento de dicho Órgano, no en perjuicio de Lencho, sino en agravio de la función electoral y de todas y todos los mexicanos que esperamos que la actuación del árbitro electoral sea aséptica, libre de intereses políticos.

Preocupante resulta que la pretendida reforma al artículo 41, base V, apartado A de la Constitución federal, que modifica la duración de la presidencia del Consejo General del INE se sustente única y exclusivamente en la regla de la mayoría, sin una razón de fondo que justifique la medida, menos aún la urgencia para su implementación.

Paradójicamente el “nuevo” régimen parece más viejo que las chanclas de mi padre. Así lo evidencia su forma de pensar, actuar y, como dijera don Porfirio Muñoz Ledo: “¡Qué manera de legislar…!”

A quien le resulte interesante conocer más sobre el agotamiento del criterio formal de validez de la ley, le recomiendo la película “Vencedores o vencidos” –Judement  at Nuremberg- (Kramer, Stanley, 1961); eso sí, prepárense para disfrutar de casi 3 horas de un interesantísimo debate.

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[1] Parlamento alemán.
[2] Gesetz zur Behebung der Not von Volk und Reich
[3] Ermächtigungsgesetz
[4] Estrada, Luis, 1999, “La Ley de Herodes”, México.


[i] Eco, Umberto, A paso de cangrejo, Debate, México 2007.





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